Por John MacArthur
Una de las características singulares de la Biblia es la forma en que exalta a las mujeres.
Trátese de mujeres degradadas o denigradas, la Escritura a menudo parece salirse del camino para homenajearlas, ennoblecer su papel en la sociedad y en la familia, reconocer la importancia de su influencia y destacar las virtudes de mujeres que fueron ejemplos particularmente piadosos.
Desde el mismo primer capítulo de la Biblia se nos enseña que las mujeres, como los hombres, llevan el sello de la imagen de Dios (Génesis 1.27; 5.1-2). Las mujeres juegan papeles prominentes que regulan el tono de los relatos bíblicos. Los esposos ven a sus esposas como compañeras veneradas y cálida ayuda. No meramente esclavas o piezas de mobiliario doméstico (Génesis 2.20-24; Proverbios 19.14; Eclesiastés 9.9).
En el Sinaí, Dios mandó a los hijos honrar a su padre y a su madre (Éxodo 20.12). Ese fue un concepto revolucionario en una era en que las culturas paganas estaban dominadas por hombres que gobernaban a sus familias con puño de hierro, mientras las mujeres eran miradas como criaturas menores, como simples servidoras de los hombres. Por supuesto, la Biblia reconoce las diferentes funciones ordenadas para hombres y mujeres, muchas de las cuales son perfectamente evidentes desde las circunstancias mismas de la creación.
Por ejemplo, las mujeres tienen un único y esencial papel en la maternidad y en los pequeños actos de servicio. También tienen una necesidad especial de soporte y protección, porque físicamente, son «vasos frágiles» (1 Pedro 3.7). La Escritura establece el correcto orden en la familia y en la iglesia, asignando los deberes de jefatura y protección en la casa a los maridos (Efesios 5.23) y señala a los varones en la iglesia como aptos para enseñar y ejercer funciones de liderazgo (1 Timoteo 2.11-15).
En ningún caso esto significa que a las mujeres se las margina o relega a un segundo plano (Gálatas 3.28). Por el contrario, las Escrituras parecen apartarlas para un honor especial (1 Pedro 3.7).
A los maridos se les ordena amar a sus esposas con un amor sacrificial, como Cristo ama a la iglesia, aún si fuera necesario, a costa de sus propias vidas (Efesios 5.25-31). La Biblia reconoce y celebra el valor incalculable de una mujer virtuosa (Proverbios 12.4; 31.10; 1 Corintios 11.7). En otras palabras, de principio a fin, la Biblia describe a la mujer como un ser extraordinario.
El relato bíblico de los patriarcas siempre da cuenta de la debida distinción que éstos dan a sus esposas. Las grandes siluetas de Sara, Rebeca y Raquel están en el relato del Génesis en el trato de Dios con sus maridos. Miriam, hermana de Moisés y Aarón, era tanto una profetisa como una compositora y en Miqueas 6.4, Dios mismo la honra como uno de los jefes de la nación al lado de sus hermanos durante el éxodo. Débora, también una profetisa, fue jueza en Israel antes de la monarquía (Jueces 4.4). Las historias bíblicas maridos (Jueces 13.23; 2 Reyes 4.8-10). Cuando Salomón llegó a ser rey, rindió público homenaje a su madre, poniéndose de pie cuando entró en su presencia e inclinándose y haciéndole una reverencia antes de sentarse en su trono (1 Reyes 2.19). Sara y Rahab son expresamente nombradas entre los héroes de la fe en Hebreos 11. También se insinúa como tal a la madre de Moisés (Jocabed) (v. 23). En Proverbios, la sabiduría es personificada como una mujer. La iglesia del Nuevo Testamento es una mujer, la novia de Cristo.
Las mujeres nunca fueron relegadas en la vida social y religiosa de Israel ni en la iglesia del Nuevo Testamento. Compartían con los varones en todos los banquetes y en el culto público (Deuteronomio16.14; Nehemías 8.2-3).
No se les exigía cubrirse con un velo o permanecer silenciosas en los espacios públicos como ocurre incluso hoy en algunas culturas de Oriente Medio (Génesis 12.14; 24.16; 1 Samuel1.12).
Las madres (no solo los padres) compartían la responsabilidad de la enseñanza y autoridad sobre los hijos (Proverbios 1.8; 6.20). Las mujeres en Israel incluso podían ser propietarias de tierras (Números 27.8; Proverbios 31.16). De hecho, las esposas esperaban administrar muchos de los negocios de sus propias familias (Proverbios 14.1; Timoteo 5.9-10,14).
Todo esto se alza en contraste con otras culturas antiguas, que tradicionalmente degradaron y desplazaron a la mujer que, en las sociedades paganas durante los tiempos bíblicos, eran a menudo tratadas con apenas un poco más de dignidad que los animales. Algunos de los más conocidos filósofos griegos, considerados las mentes más brillantes de su era- enseñaban que las mujeres eran criaturas inferiores por naturaleza.
Incluso en el Imperio Romano (quizás el verdadero pináculo de la civilización pre cristiana) las mujeres eran por lo general vistas como un simple bien mueble, una posesión personal de sus padres o maridos con apenas mayor consideración que los esclavos de la familia. Esto, una vez más, era muy diferente del concepto hebreo (y bíblico) del matrimonio como una herencia conjunta, y la paternidad como una sociedad donde tanto el padre como la madre deben ser reverenciados y obedecidos por los hijos (Levítico 19.3).
Las religiones paganas cuidaban de, aún más, alimentar y apoyar la degradación de la mujer. Por supuesto, las mitologías griega y romana tenían diosas (tales como Diana y Afrodita).
Pero no se crea que este culto de adoración dignificó a las mujeres en la sociedad. Al contrario. La mayoría de los templos dedicados a estas deidades eran servidos por prostitutas sagradas, sacerdotisas que se vendían por dinero, en la falsa creencia de que estaban llevando a cabo un sacramento religioso. Ambas, la mitología y la práctica de las religiones paganas, han sido abiertamente degradantes para la mujer. Los dioses paganos masculinos eran caprichosos y a veces crueles misóginos.
Las ceremonias religiosas a menudo eran descaradamente obscenas, incluyendo ritos eróticos de la fertilidad, orgías alcohólicas en los templos, prácticas de perversiones homosexuales y, en los casos extremos, hasta sacrificios humanos.
El cristianismo, nacido en un mundo donde se cruzan las culturas romana y hebrea, levantó la consideración a la mujer a un nivel sin precedentes. Los discípulos de Jesús incluían a algunas (Lucas 8.1-3), práctica inédita entre los rabinos de su tiempo. No solamente eso, sino que Jesús apoyó a sus discípulos a que consideraran esto como más necesario que el servicio doméstico (Lucas 10.38-42).
Por cierto, Cristo revela su propia identidad como el verdadero Mesías primero a una mujer samaritana (Juan 4.25-26). Él siempre trató a las mujeres con la mayor dignidad, incluso a aquellas que podían ser vistas como parias (Mateo 9.20-22; Lucas 7.37-50: Juan 4.7-27).
Bendijo a sus hijos (Lucas 18.15-16), levantó a sus muertos (Lucas 7.12-15); perdonó sus pecados (Lucas 7.44- 48), y restituyó su virtud y honor (Juan 8.4-11). De esta manera exaltó la condición de la mujer.
No sorprende, por lo mismo, que las mujeres desempeñaran papeles prominentes en el ministerio en la iglesia primitiva (Hechos 12.12-15; 1 Corintios 11.11-15).
En el día de Pentecostés, cuando nace la iglesia del Nuevo Testamento, las mujeres estaban ahí orando con los discípulos principales (Hechos1.12-14). Algunas son renombradas por sus buenas acciones (Hechos 9.36); otras por su hospitalidad (Hechos 12. 12; 16.14-15); y aún otras por el conocimiento de la doctrina pura y sus dones espirituales (Hechos 18.26; 21.8-9).
La Segunda Epístola de Juan fue dirigida a una mujer ilustre en una de las iglesias bajo su cuidado. Incluso el apóstol Pablo, a veces falsamente caricaturizado como machista por los críticos de la Escritura, ministró con regularidad al lado de mujeres (Filipenses 4.3), reconociendo y aplaudiendo la fidelidad y los dones femeninos (Romanos 16.1-6; Timoteo 1.5).
Naturalmente, cuando el cristianismo empezó a influir en la sociedad occidental, la condición de la mujer mejoró notablemente. Uno de los padres de la iglesia primitiva, Tertuliano, escribió hacia fines del siglo segundo una obra titulada «Sobre la indumentaria de las mujeres». Dijo que las mujeres paganas, que usaban ornamentos complicados en sus cabezas, lucían vestidos presuntuosos y cubrían sus cuerpos con adornos, habían sido forzadas por la sociedad y por la moda a abandonar el esplendor de la verdadera feminidad.
Destacaba esto, por la vía del contraste, como el crecimiento de la iglesia y el fruto del Espíritu. Uno de los resultados visibles era la tendencia hacia la modestia en el vestido de las mujeres y la mejor consideración como tales.
Reconoció que los hombres paganos comúnmente se quejaban diciendo: «Desde que ella se hizo cristiana, ¡se viste tan pobremente!» Las mujeres cristianas incluso llegaron a ser conocidas como «sacerdotisas de la modestia». Pero Tertuliano dijo que las mujeres creyentes que viven bajo el señorío de Cristo son espiritualmente más ricas, más puras y más gloriosas que las mujeres extravagantes de la sociedad pagana. Vestidas «con la seda de la rectitud, el lino fino de la santidad, el color púrpura de la modestia»?, ellas elevaron la virtud femenina a una altura sin precedentes.
Hasta los paganos reconocieron eso. Crisóstomo, quizás el más elocuente pastor del siglo IV, recordó que uno de sus maestros, un filósofo pagano de nombre Libanius, una vez dijo: «¡Cielos! Qué mujeres tienen ustedes los cristianos!»
Lo que motivó la exclamación de Libanius fue saber que la madre de Crisóstomo había permanecido casta durante más de dos décadas desde su viudez, a los veinte años. A medida que la influencia del cristianismo se hacía sentir, más y más mujeres eran menos despreciadas, menos maltratadas y menos tratadas como objetos de diversión por los hombres.
En lugar de esto, empezaron a ser honradas por su virtud y su fe. En efecto, las mujeres convertidas que salían de la sociedad pagana eran automáticamente liberadas de una serie de prácticas degradantes. Emancipadas del libertinaje público en templos y teatros allí a las mujeres se las deshonraba e infravaloraba en forma sistemática), ascendieron a la prominencia en sus hogares y en la iglesia donde fueron honradas y admiradas por sus virtudes femeninas, como la hospitalidad, el servicio a los enfermos, el cuidado y la crianza de sus propias familias y el trabajo amoroso de sus manos (Hechos 9.39).
Después que el emperador romano Constantino se convirtiera en el año 312 A.D. el Cristianismo alcanzó un estado legal que Roma garantizó y muy pronto llegó a ser la religión dominante en todo el imperio. Uno de los primeros resultados mensurables de este cambio fue una nueva situación jurídica para las mujeres.
Roma aprobó leyes que reconocían el derecho de propiedad femenino. La legislación que regulaba el matrimonio fue revisada con el propósito de que fuese visto como una sociedad legal en lugar de un virtual estado de esclavitud para la esposa. En la era pre-cristiana, los hombres romanos podían divorciarse por prácticamente cualquier causa, o aún sin motivo.
Las nuevas leyes hicieron el divorcio más difícil mientras daban a las mujeres derechos legales en contra de los maridos que eran culpables de infidelidad. Los esposos aventureros, aceptados por la sociedad romana, ya no podían pecar contra sus esposas impunemente. Esta ha sido siempre la tendencia.
Dondequiera que se difunde el Evangelio, la condición social, legal y espiritual de la mujer se eleva.
Cuando el Evangelio se ha eclipsado (sea por represión, por la influencia de religiones falsas, del secularismo, de filosofías humanistas o por la decadencia espiritual en la iglesia), la situación de la mujer ha declinado en consecuencia. Incluso cuando los movimientos seculares han aparecido afirmando estar interesados en los derechos de la mujer, sus esfuerzos por lo general han sido perjudiciales. El movimiento feminista de nuestra generación es un buen ejemplo.
El feminismo ha devaluado y difamado la feminidad. Las diferencias de sexo son generalmente subestimadas, descartadas, despreciadas o negadas. Como resultado, las mujeres están siendo enviadas a situación de combate, sometidas a trabajos físicos extenuantes antes solo reservados a los varones, expuestas a todo tipo de humillaciones en los lugares de trabajo y estimuladas, además, a actuar y a hablar como hombres.
Mientras tanto, los feministas modernos acentúan la crítica sobre las mujeres que quieren que la familia y su cuidado sean sus prioridades menospreciando el rol de la maternidad, la única tarea por excelencia exclusivamente femenina.
El mensaje final del igualitarismo feminista es que no hay verdaderamente nada extraordinario respecto de la mujer. Pero ese no es indudablemente el mensaje de la Escritura. Como hemos visto, la Palabra de Dios honra a las mujeres por ser mujeres, y las anima a buscar el honor en una manera exclusivamente femenina (Proverbios 31.10-30).
La Escritura no descarta el intelecto del sexo femenino, no subestima los talentos y habilidades de las mujeres ni deja de fomentar el uso correcto de los dones espirituales. Pero siempre que la Biblia habla expresamente de los rasgos de excelencia de una mujer, el acento está invariablemente sobre la virtud femenina.
Las mujeres más significativas en la Escritura no fueron influyentes debido a sus profesiones, sino a su carácter. El mensaje que nos dan colectivamente no se refiere a la «igualdad de sexo», sino a la verdadera excelencia femenina. Y esto siempre se ejemplifica con las cualidades morales espirituales más bien que por el prestigio, la riqueza, o la apariencia física. De acuerdo con el apóstol Pedro, por ejemplo, la belleza femenina verdadera no se refiere a los adornos externos, «peinados ostentosos, adornos de oro o vestidos lujosos» sino que la real belleza, por el contrario, se ve internamente, en el corazón, «en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, el cual es de grande estima a los ojos de Dios»(1 Pedro 3.3).
Pedro también dice que la santidad y las buenas obras son la esencia misma de la belleza femenina; no adornos artificiales que se aplican desde el exterior (1 Timoteo 2.9-10).
Esa verdad es ejemplificada, en una forma u otra, por cada mujer protagonista de este libro. Su fidelidad es su legado verdadero e imperecedero. Espero que su encuentro con ellas en las Escrituras le permita conocer más sobre sus vidas y personalidades, además de desafiarlo, motivarlo, apoyarlo e inspirarlo para conocer mejor al Dios en quien ellas confiaron y a quien sirvieron. Su corazón puede ser encendido con la misma fe; su vida caracterizada por una fidelidad similar; y su alma sobrecogida con el amor del Dios extraordinario al que adoraron.